Lunes 8 de enero de 2024, por Cronopio
En aquellos tiempos de exilio yo descubrí este hermoso puerto de la Bretaña francesa empujado por la nostalgia de Valparaíso, mi ciudad natal, a la que yo no podía ir ya que tenía prohibición de entrar a Chile.
¿Por qué Saint-Malo?
Porque escuchando el riquísimo repertorio francés de canciones de marinos y leyendo un poco de historia, había descubierto que Valparaíso y Saint-Malo estaban “hermanados” desde los tiempos de los “cap horniers”, esos marinos que para navegar entre Europa y los países sudamericanos que dan al Océano Pacífico no tenían más alternativa que cruzar el Cabo de Hornos, una travesía en la que muchos de ellos dejaron la vida. Así las cosas, para los navegantes “malvinos” llegar sanos y salvos a Valparaíso era literalmente…paradisíaco. Fue así como en los años del auge de los “cap horniers”, auge que duró hasta la apertura del Canal de Panamá en 1914, se crearon fuertes lazos de amistad entre Saint Malo y Valparaíso.
Habiendo decidido que este fin de año no nos quedaríamos en Toulouse, partimos el 24 de diciembre con la idea de estar en París algunos días con mis hijos y seguir a Bretaña en la víspera de mi cumpleaños. Así lo hicimos y al cabo de unos días deliciosos con mi “p’tite tribu” francochilena, “zarpamos” el 29 rumbo a Saint-Malo. Ese mismo día, Antonia, Pascal y Chiara debían partir a Estrasburgo a pasar la noche de Año Nuevo con amigos de Pascal. Diego y Lila Ainoa se aprestaban a pasarla en París. Eso creía yo.
Porque mi cerebro cansado no fue capaz de producir la menor sinapsis capaz de alertarme sobre la conspiración amorosa que Sabina había echado a andar con la participación de toda mi querida pandilla y la espectacular complicidad de Chiara, mi súper nieta, que supo guardar el secreto sobre el maravilloso regalo que se preparaba: celebrar mi cumpleaños con toda la tribu. Un regalo que descubrí cuando recién llegados a Saint-Malo vi, atónito, aparecer a Diego, a Pascal, a Antonia y a Chiara mientras, entre muerta de la risa y un poco emocionada, la Sabi, mi amor, mi cómplice y todo, registraba mis reacciones.
Así empezaron estos días geniales en los que, junto a mi querida tribu francochilena, celebré los 75 años que pasaron desde aquel día de 1948 en que Gladys, la Embruquita, mi madre, me trajo al mundo en la misma clínica de Valparaíso en la que ella había nacido 17 años antes. Hubo tanto amor que, pese a habernos dejado hace justo un mes, el 5 de diciembre pasado, la Embruquita no resistió la tentación de hacerse presente. Trató de pasar desapercibida pero a nadie le cupo duda de que tuvo todo que ver con los numerosos arcoíris que colorearon el cielo de diciembre en Saint-Malo.