Lunes 9 de septiembre de 2019, por Cronopio
Quienes me conocen un poco saben que tengo una «manía numérica» que me lleva a menudo a jugar con los números haciendo asociaciones, cálculos y manipulaciones que me intrigan y me fascinan tanto como los juegos de palabras.
En ese sentido, este 2019, ha resultado ser riquísimo en oportunidades “9citas” que no puedo dejar pasar. La primera me la brindó un texto que escribí en marzo pasado sobre los 50 años de la G69, la “cofradía” de quienes empezamos a estudiar periodismo en la Universidad de Concepción en 1969. Escribiéndolo, me di cuenta de que unos cuantos eventos importantes de mi vida - por ejemplo, la venida de mi hermano Marcelo - habían sucedido en un año terminado en…9. Pequeña retrospectiva.
Con diez años recién cumplidos, ese año me alejé por vez primera del nido familiar y de La Calera, la ciudad de mi infancia. ¿La razón? Mis padres decidieron mandarme a un seminario del que, gracias a una supuesta “vocación”, saldría convertido en cura. La verdad es que todavía no logro entender cómo lo hicieron para detectar una tal vocación en un “pendex” de 10 años. Que, a pesar de haber sido monaguillo, no fue nunca ni muy piadoso ni un “angelito” de esos que se portan bien, son ordenaditos y todo lo demás. Yo era más bien “palomilla” y, a veces, un verdadero “demonio”.
Siempre he pensado que lo que más pesó en la decisión de mis viejos fue un mix de motivaciones espirituales y materiales. Porque más allá de la parte propiamente religiosa, el “ofertón” de los curas holandeses incluía “saltarse” la sexta y pasar directamente de la quinta preparatoria al primero de humanidades. El que cursaría en el Instituto Sagrado Corazón de San Bernardo, un colegio/seminario distante a unos 140 kilómetros de La Calera.
Visto con los ojos de hoy, esa distancia parece irrisoria pero, por razones culturales y materiales, nuestra “sensación de distancia” era mucho mayor. Dada esa “lejanía”, mis viejos me fueron a dejar al seminario. Lo que más me impresionó, a la hora de la despedida y de los siempre abundantes “pórtate bien”, fue la última mirada de mi padre con los ojos húmedos por una emoción apenas contenida.
Me impresionó tanto que muchas veces he pensado que, de una u otra manera, él presentía que esa despedida no era más que el comienzo, el primer paso de la que sería mi patiperra vida. En cuanto a mi “vocación” sacerdotal, los curas se demoraron dos años en llegar a la conclusión de que nunca la tuve. O que, si la tuve, la había perdido. De vuelta a La Calera los boletos.
Años más tarde, cuando se trató de decidir qué rumbo darle a mis eventuales estudios universitarios, yo seguía a las patadas con lo de mi vocación. Entre que era súper inmaduro, que la orientación que nos daban en el colegio era mala y que ni en La Calera ni en mi familia había alguien que pudiera darme datos y consejos, andaba más perdido que el famoso teniente Bello. Por razones misteriosas que se perdieron en el olvido, di el bachillerato en…biología y de todas las postulaciones que hice para entrar a la universidad, resultó la más improbable: el área “física-matemática” del Propedéutico de la Universidad de Concepción.
Demás está decir que durante los tres años del propedéutico, 1966-1968, anduve “dando bote”. Adicionalmente, empecé a “politiquear”. A fines del ’68 ya era dirigente estudiantil y militaba en la Democracia Cristiana Universitaria (DCU). Allí conocí a José “Chepe” Venegas que llevaba un par de años estudiando periodismo. Un día le comenté mi preocupación y mi deseo de no seguir perdiendo el tiempo y haciéndole perder a mis padres el dinero que, pese a las becas, les costaban mis estudios. ¿Qué hacer?
En algún momento de la conversa el Chepe me preguntó: ¿Cuál es tu actividad principal en la DCU y en el centro de alumnos? Hacer “diaritos”, le respondí sin la menor vacilación. Un tremendo silencio se instaló entre nosotros. Un ángel pasó. Luego de algunos segundos de (silenciosa) perplejidad, lo rompimos al unísono con un ataque de risa con sabor a alivio, alegría y ganas de empezar pronto.
Así fue como en marzo de hace 50 años, conocí a quienes compartirían conmigo el camino que – así lo pensábamos – haría reales nuestros sueños profesionales, sociales y personales. La querida G69. [1] Meses más tarde, conocí, amé y nos amamos con Irene, nuestra profesora y luego directora de la escuela. Encantadora y entusiasta, fue ella la que – dado que la televisión no llegaba aún a Concepción - se las arregló para que el 20 de julio estuviéramos en Santiago y viéramos en directo la llegada del hombre a la luna. Obviamente, el lugar escogido fue su ex – lugar de trabajo, el Canal 9.
Todos sabemos que lo que pasó 4 años después no tenía nada que ver con nada de lo que habíamos imaginado y soñado. En particular con mis compañeros de aventuras políticas con los que, un día de mayo de ese mismo año, participamos en la creación del MAPU, un hermoso y ambicioso proyecto que sería cincuentenario si no hubiera sido carcomido por querellas internas y proyectos personales que le hicieron perder el gusto por la acción popular unitaria para la que había nacido.
Así fue como el día 11 del noveno mes del año 1973, se nos dejó caer una primavera que nada tenía que ver con la que cantaba Ángel Parra: Septiembre, mes que recuerdo, sol, volantín y bandera, septiembre, camino nuevo, septiembre es la primavera.
Paralelamente y pese al desconcierto, el miedo y el dolor imperantes en ese septiembre negro, 18 días después del 11, el 29 del 9, Josefina y yo le pusimos contrato matrimonial a nuestra historia de amor nacida siete meses antes.
Entre otras nefastas consecuencias, la maledetta primavera milica nos llevó lejos, exiliados, a Austria y luego a Francia. Allí estábamos en 1979 ese verdadero Annus horribilis marcado por 2 muertes sumamente dolorosas: la de Joaquín, hermano de Josefina y la de Claude (Lolotte), compañera de Patrick Tandin, mi muy querido “hermanoamigo” francés. Indeseable guinda de la muy indigesta torta de este año negro, una crisis matrimonial que dejó huellas más profundas de lo que logré captar en aquel momento.
Si hubiera que bautizarlo se llamaría obviamente Año del Retorno a Chile. Retorno que empezó, en las primeras semanas del año, con la partida de Josefina, Antonia y Diego, porque había que preparar el comienzo en el mes de marzo del primer año escolar chileno de los “peques”. Mi propio retorno sería más tarde, en el mes de agosto, Este retorno en dos capítulos tenía variadas justificaciones. Una, práctica. Yo había sido nombrado director de Radio Latina, lo que significaba, entre otras cosas, un sueldo que nos facilitaría la instalación en Chile.
Hubo otras razones, menos “prácticas”, como la posibilidad de pensar y realizar proyectos de radio interesantes y motivadores. Empezando, por organizar con doce radios de toda América Latina una cobertura conjunta de las conmemoraciones del bicentenario de la Revolución Francesa que se preparaban para el 14 de julio de ese año.
En otro terreno, 1989 fue también el año del auge de mi aventura musical con la Typical Rural Band. Magnífico regalo de Patrick y de un grupo de queridos músicos de jazz que aceptaron grabar conmigo una docena de poemas de Pablo Neruda a los que yo les había puesto música. A comienzos de agosto, tocamos por última vez en público, en el Festival de Jazz que el propio Patrick había creado y dos días después, despegué rumbo a Chile.
Donde la segunda mitad de ese año crucial estuvo marcada por las elecciones presidenciales que, el 14 de diciembre debían consolidar el rechazo de los chilenos a la dictadura. Rechazo que había tenido una prometedora “primera vuelta” en el NO del 5 de octubre de 1988. Participar en el equipo de producción de un programa de radio concebido para apoyar la candidatura democrática de Patricio Aylwin y la Concertación de Partidos por la Democracia fue doblemente gratificante. Profesionalmente hablando, porque pude mostrar en Chile lo que yo podía aportar como "hombre de radio". Políticamente hablando, porque fue una gran satisfacción haber podido contribuir por primera vez en Chile mismo, a ese segundo NO a Pinochet y su pandilla.
Por mucho que estrujo mi trajinada y desordenada memoria, no me acuerdo de nada que me haya marcado especialmente ni en 1999 ni en 2009. Naturalmente, aunque no sucedieron en años terminados en 9, muchas y muy importantes cosas pasaron en esa etapa de mi vida : la llegada a este mundo de Lina Ainoa y de Chiara Inara, mis dos nietas adorables, la irrupción en mi vida de la maravillosa historia de amor con Sabina y, last but not least, mi regreso a Francia.
Por ahora, este año 2019 es todavía un work in progress en el que, como decía al comienzo, estoy gozando el comienzo de un episodio magnífico y del tremendo regalo de mi hermano Marcelo que viene especialmente de Chile simplemente, para que “estemos un rato juntos".
Última Hora: la foto que acompaña este post la tomó Marcelo a su llegada a Londres. Después de unos días de reencuentro en Toulouse zarpamos mañana y seguro que al final de esta aventura cantaremos otra estrofa de la canción de Angel Parra: Septiembre cómo decirte para que tú comprendieras, que hoja de calendario nunca brilló con más fuerza.
[1] La generación de quienes comenzamos a estudiar periodismo en 1969